19 de Abril de 2010
A la atención de: Santiago Mayayo Chueca.
Alcalde del Muy Ilustre Ayuntamiento de Buñuel.
Alcalde del Muy Ilustre Ayuntamiento de Buñuel.
El sábado pasado, por unos jóvenes y de manera casual me enteré, de que en un nuevo plan de urbanismo que están desarrollando desde el ayuntamiento de nuestro pueblo y que usted preside, se conforma una nueva plaza que, como a todas las plazas que así se precien, es necesario ponerle nombre. Para nominar la plaza se ha llamado a la colaboración ciudadana a las gentes del pueblo, incluso, con promesa de premio para quien la bautice.
Quizás no esté bien enterado del todo y que todo sea un malentendido. Ya sabrá usted que llegamos a unas edades en la que uno se entera de la mitad de lo que le cuentan y algunas veces entiende lo contrario de lo contado.
Bien pero es igual.
Vaya mi propuesta para por si acaso.
Aunque no haya ni plaza, ni nombre, ni colaboración…
Ni premio.
Retrato del alcalde
Hace casi cuarenta años, en la esquina
sureste de la plaza a la que todos conocemos como el carasol y que esquina
también la casa consistorial, aquella casa en la que en su bajos hubo hace
muchos años una cantina a la que acudían los jornaleros a matar la tardada y a
conjurarse con los demonios, estaba yo con el señor dueño de la casa
deshabitada entonces, haciéndole un arreglo en el barandado de hierro que
rodeaba la escalera.
Don Ángel Oliver se llamaba.
Fiscal de Borja decían que era.
El hombre mayor, tan mayor como mis abuelos,
me contaba mientras yo trabajaba “Sí pequeño, sí… era un hombre con una
inteligencia natural como pocos hombres he conocido en mi vida… muy buena
persona era… y muy trabajador…” Eran una tarde de verano muy propicia para la
confidencia y la pesadumbre en la que sonaban a hueco los golpes del martillo.
“Estaba cojo y era zapatero… pero sacaba a su familia adelante… ¡ay su mujer!
también una buena mujer aquella… ” El hombre descubría aquello que sin duda le
pesaba y que llevaba guardado bajo su boina perdido y enredado entre su escaso
pelo. “Lo mataron en la misma entrada del ayuntamiento… al pie de la escalera…
agarrado al secretario… los habían tenido encerrados en un calabozo que hay en
los bajos al entrar a la izquierda… y como ellos se negaron a salir a la calle…
al camión que les aguardaba… allí mismo les dispararon… allí mismos los
terminaron” El hombre me miraba triste para ver si callaba y yo le escucha
atento para que me hablara. “Allí tuvieron expuestos sus cuerpos algunas horas
y muchas más horas dejaron sin fregar el charco de sangre que dejaran los
pobrecicos en el suelo” El hombre, de pie a mi lado, seguía contando y contado
muchas más cosas de las que en aquellos días lejanos pasaron y que se fueron
grabando en mi memoria “!Qué desgracia…! ¡Qué injusticia…! ¡Qué chandrío más
grande…!” Lloraban sus lágrimas de palabras “Vosotros los jóvenes habéis de
perder el miedo y habéis de saber lo que sucedió entonces… que ahora parece que
todo se hubiera olvidado y todos pretenden que no pasó nada…” Aquella esquina,
aquella casa vigilaban sin remedio, las entradas y salidas por las puertas del
Ayuntamiento en aquellos años recién construido.
En estos años he recordado mil veces a este
anciano que me confió su dolor y su impotencia como si fuera el heredero de sus
confidencias. Y hoy mismo lo recuerdo como si hubiera sido ayer mismamente.
Unos años más tarde, en los libros de actas
del ayuntamiento, yo mismo pude leer y comprobar que efectivamente aquel hombre
asesinado había salido elegido alcalde en las elecciones de 1.931 en el mes de
abril. Y fue alcalde sin que algunos concejales aparecieran ni una sola vez en
el pleno, para no darle esa legitimidad que a veces es necesario te reconozcan
los contrarios. Aunque estos mismos concejales ausentasen el consistorio electo
por el pueblo, al Alcalde le hacían imposible la vida económica de la villa
desde la Junta Veintena.
Aquella Junta que emergía de los mayores
contribuyentes del pueblo. ¡Una cocina económica para la casa cuartel de la Guardia Civil …!
Proponía el alcalde… ¡Ni hablar…¡ Decían los junteros. Luego fue destituido de
su cargo a finales de 1.934 por orden gubernativa junto con aquellos concejales
que lo apoyaban para que no pudieran administrar los fondos de la Misericordia.
Y fue restituido en el mes de febrero de
1.936.
A las pocas semanas le pegaron un tiro en la
pierna.
Perdone usted pero le hablo de memoria.
No
obstante todas estas cuestiones que le cuento en este último párrafo, las puede
usted comprobar y constatar en los libros de actas a los que me refiero.
Allí están escritas que yo las he leído.
Se llamaba Alfonso Marquina Vicente.
Fue alcalde de Buñuel con treinta y un años.
Dejó viuda a Vicenta Marín y huérfanos a
tres críos.
Lo asesinaron el día 23 de Julio de 1.936
cogido del corazón con el Secretario municipal Martín Domingo Aguirre. Después
sucedieron muchas más cosas que se trata de ocultar por todos los medios desde hace
más se setenta años. Aunque todavía vive quién: por su edad lo vivió y lo puede
seguir contando.
Y quienes lo escucharon de otros labios y
recuerdan la ignominia.
Como hijo de Buñuel y nieto mayor de mis
abuelos aquellos que como el Alcalde asesinado también corrieron con el siglo,
creo que es de justicia que si hay una calle o una plaza en nuestro pueblo que
necesite de un nombre que diga o represente algo para todos los que hemos ido
hasta el río Ebro por el camino de la
Fuente , este hombre, este Alcalde, la honraría aunque hayan
pasado tantos años.
Serviría también esta deferencia de homenaje
a su secretario y a sus concejales que salvo a uno de ellos, también a todos
asesinaron… y a otros tantos más vecinos de pueblo que acabaron en las tapias
de los cementerios rematados en aquellos meses, de aquel verano, de aquel año.
Aquí mi propuesta que le hago llegar como
mejor proceda en la confianza de que será aceptada por ese consistorio que
usted preside, puesto que está presentada desde la voluntad de hacer, entre unos y otros, nada más que un
pellizco de justicia.
Quedando a su disposición para si fuera
necesario en cualquier momento y lugar o de cualquier manera: reforzar y
argumentar esta propuesta
Muy atentamente
Alicia, hija de Alfonso, en la obra Buñuel Verano de 1936. De la esperanza al terror, recuerda cómo enterraron a su padre en el cementerio de Buñuel el día 24 de Julio de 1936.
ResponderEliminarAl día siguiente vino el señor Cristo, el enterrador, y en la puerta
de la casa de mi tía Felisa nos dijo gritando: ¡Ya están las tumbas
preparadas para enterrarlos…! Y yo pensé que a mi padre y al señor
Martín los habrían dejado en la tierra y habría que ir a cubrirlos.
Y allí, en el mismo cementerio, al fondo.
Enfrente de la casita en la que estaban muertos.
Allí los enterraron.
Era por la mañana cuando el calor no apretaba.
Recuerdo que yo fui al cementerio con mi tía Visitación y mi
hermana Esperanza. Mi madre se quedó en casa de su hermana
con su hermana y las vecinas que lloraban por todos los semejantes
que no lloraban. Cuando llegamos al cementerio ya estaban
los montones de tierra preparados para enterrar a mi padre
y al señor Martín que estaban tapados con unas sábanas blancas
sin zurcidos.
Allí estaban las tablas de enterrar a los muertos.
Cuando nosotras llegamos, mi abuelo Cruz, mi tío Claudio, mi
tío Gregorio, mi tío Ángel, llevaban un rato esperando. Hablaban
y callaban, al vernos se les llenaban los ojos con unas lágrimas que
se las habían de quitar con los cuatro dedos de las manos. Había
también un señor mayor que vivía en una casa que había detrás de
la casa nuestra yendo por el camino de las eras. Hoy no llevaba el
lapicero rojo en la oreja pero tenía muy baja la cabeza como si
también estuviera muy triste. También estaban otros señores y señoras
que eran la familia del señor Martín a las que yo no conocía
aunque ellos me conocían a mí porque me miraban con ojos y no
me hablaban, pero movían la cabeza. Estaba también el señor Catalino.
El escribiente del Ayuntamiento que cuando iba a esperar a
mi padre me sentaba en su silla y me daba cualquier cosa para que
me entretuviera y aprendiera. Ahora creo que me acuerdo: me parece
que unos días antes había estado este señor una tarde en mi
casa hablando con mi padre. ¡Hay que hacer algo Alfonso…! Le
decía el señor Catalino en el taller. ¡Hay que hacer algo…! Había
venido con su mujer a estar en el enterramiento de su cuñado que
era el señor Martín. Ellos lloraban en silencio con un pañuelo blanco
en sus manos. También estaba el cura don Aurelio Galipienzo
que pidió permiso a los familiares para echarles un responso. ¡Habrá
que enterrarlos como dios manda…! Y estaba el señor Agustín
el Raboso que no había ido al campo porque era el día de Santa
Ana. Y el señor Pío que había perdido su sonrisa y no dijo una palabra
en todo el rato. Y estaba el señor Juanazas que hasta con el
calor que hacía, se había puesto la chaqueta por respeto al acto. Y
cuando bajo el cuerpo de mi padre adentro de la tierra se quitó la
boina de la cabeza. Y lloró.
Y todos lloramos un rato largo.
Como no estaba mi madre no gritó nadie.
Tampoco rezaron cuando el cura dijo sus vobiscums.
Y los metieron en la tierra.
Y les echaron tierra encima.
Y los quisieron enterrar para siempre.